Disfrutaba yo de un paseo con Margarita, observaba ella en las columnas de piedra tallada las planas y juguetonas figuras religiosas. De libro sabía yo la historia de Cucufato, relatando a veces los sucesos de su vida en Europa (era africano y fue devenido en mártir por orden de Daciano en los años 300 DC), lo utilizaba para aburrir un poco a mis amigos cuando quería dar la lata. Ella ignoraba que en cada rincón del monasterio había oxígeno atravesado por años de conocimientos sagrados, de historias, peregrinaciones, clausuras y silencios de gente que no terminaba nunca de ponerme en la piel pero que, de alguna manera, comprendía.
Paseando, intercambiando palabras cada tanto (Margarita tiene 3 años), entramos a una sala del museo donde había una maqueta del monasterio a escala. Y no pretendía ser un croquis sino una escena representada: se trataba de una misa abierta estorbada por seis caballeros con espadas, violentos y autoritarios. Me quedé un instante mirando, tratando de deducir el panorama, pero pronto giré la cabeza porque una boca habló detrás de mi. Era un hombre de unos setenta años, vestido de marrón y blanco, piel arrugada, nariz grande:
-Le explico la maqueta, hombre.
-Por favor, si, lo escucho.
-En el año 1348, Raimon de Saltells, un rico propietario de Cerdanyola del Vallés, sabiendo que moriría pronto decidió escribir su testamento. Dejó una pequeña parte de la herencia a su esposa Jacma, una gran parte a los monjes de este monasterio de San Cucufato (con quienes tenía una buena relación evidentemente) y, pensando en la posibilidad de que su hijo apareciera algún día, le dejó 10.000 sueldos, cantidad suficiente para vivir de renta durante varios años. Adolescente y rebelde se había marchado de la casa, aparentemente por diferencias con su padre, y se desconocía su paradero.
Dos años más tarde, ya fallecido Raimon, reapareció el primogénito. Lógicamente se enteró de qué manera se había repartido el patrimonio familiar y puso el grito en el cielo al conocer el destino de lo que debía ser su herencia. Visitó rápidamente a Biure, el abad de este monasterio de San Cucufato, a quien su padre le había entregado la mayor parte de la fortuna. Después de muchas vueltas no lograron acordar y el joven Berenguer (así se llamaba) lo amenazó, diciéndole que el plazo para devolver el dinero a su familia acabaría la noche de Navidad de ese año, es decir 1350.
Hizo una pausa, yo me quedé callado mirando la maqueta, y prosiguió:
-Pasaron los meses, el año entero, y nada. Los cenobitas no dieron un solo paso atrás y así, con el otoño terminado y el frío en el Tibidabo llegó la definitiva noche de Navidad. El monasterio estaba rebosante, como puedes ver, y los monjes interpretaban los cantos previos a la celebración de nuestro niño Jesús (la Missa del Gall) cuando de repente seis caballeros ataron sus caballos al costado del portón, entraron al templo y se dirigieron hacia el altar mayor precipitándose encima del abad. Dicen que Berenguer, delante de todos los fieles, dio un pequeño sermón sobre Dios y sobre la nobleza, empujó un paso adelante al abad y le hundió la espada a través del espinazo, acabando con su vida.
Los monjes quedaron blancos de miedo, la Navidad fue de terror y dio pesadillas a toda nuestra comunidad durante siglos. Berenguer, exaltado y borracho de vino, no se llevó el dinero, sólo asesinó brutalmente al obispo Arnau de Biure y se perdió cabalgando en la noche junto a sus cómplices. Por el camino que huyeron, allí hacia Sabadell, nótelo al retirarse del monasterio, la hierba no creció nunca más… En fin, usted puede ver aquí la representación del crimen- Concluyó.
-Es clarísimo – dije yo.
-Y en la Navidad del 2016 se cumplirán 666 años de este episodio.
-Si
-Lo representarán y será dantesco.
Y me di vuelta y Margarita no estaba. Busqué con la mirada y entre tanta columna y figura tallada no alcanzaba yo a ver a Margarita. Caminé unos pasos, giré, corrí y al final la encontré en la sección dedicada a la arquitectura románica. Es toda una intelectual esa niña.
Suspiré. Ojalá San Cucufato la haya engatusado cuando yo andaba perdido en la historia. Ojalá la bendiga San Cucufato… ¡Oh, hombre de tripas con tierra, hombre de fogatas con lluvia y del Africa negra…! Margarita me preguntó por qué me había quedado solo y sin hablar durante tanto tiempo. Me puse a pensar, mientras bajamos las escaleras y nos fuimos, que por ahí Cucufato nos había tenido a los dos en la palma de su mano… ¡San Cucufato, San Cucufato… te enciendo esta bujía, devuélveme el humor, permite que me ría! ¡San Cucufato, los cojones te ato, si no me lo devuelves no te los desato!
Escrito por Javier Maldonado