“Estoy haciendo hincapié exclusivamente en las aperturas”, le dije a Alfonso mientras me acompañaba a tomar el 166 en Ramos Mejía. Como de costumbre, habíamos jugado ajedrez en la noche del jueves, pero eran ya las 5 de la mañana y estábamos ebrios de whisky, particularmente yo muy agitado, sin sueño pero con ganas de volverme a La Paternal lo mas rápido posible.
Llegamos a la garita a esperar el bus, discutíamos con Alfonso variantes de la Pirc, y cuando le estaba por decir que tenía razón en un punto, escuché un fuerte ruido de motor. Giré mi cabeza y vi una moto 125 negra frenar de repente con dos tipos flacos encima. Bajaron coordinadamente, y el que manejaba se me vino decidido al humo lanzándome una trompada que no llegó a pegarme de lleno (me apuntó a la cara, pero me dio de refilón en el cuello porque yo tenía los 15cm de altura del cordón de la vereda de diferencia).
Fue un instante. Sin comprender mucho la situación me retiré hacia atrás en un impulso de supervivencia, y entonces pude ver objetivamente a dos muchachos jóvenes que pretendían asustarnos primero y lógicamente robarnos después. El pibe que me había pegado se sentó nuevamente en la moto como si nada hubiera sucedido; el otro se puso al micrófono, duro como una mesa, y tomando las riendas del asunto, dijo: “¡Dennos todo, dennos todo o les reviento a tiros las pelotas!”
Yo tengo 43 años, me crié en Flores, ya he vivido muchos episodios de esta clase, no solamente con ladrones sino también con policías, con borrachos, peleadores y con toda especie de buitre nocturno. Seré un gordo resentido que no tiene dinero, que no gana un campeonato hace 18 años, pero no soy tan tonto ni nací ayer. Me di cuenta instantáneamente que armado no estaba porque eso de meterse las manos en el jean simulando tener un arma de fuego es un truco medio viejo y malo. Le pasé mi morral a Alfonso y mirándolos fijamente con mi litro de whisky encima les retruqué: “¿Saben ustedes a quién están tratando de pegarle?”
El que manejaba (el que me había tirado la trompada) desconcertado por la pregunta, respondió “No”, moviendo la cabeza también. Y me hizo mucha gracia porque yo no les preguntaba si sabían mi nombre o si tenían conocimiento de mi carrera de ajedrecista, de hecho no todos lo saben en mi país y menos que menos lo sabrán dos chorros ignorantes de 25 años. “La Ley de Newton, amigos, Acción-Reacción: cuando disparás un arma de fuego, en realidad la fuerza del gas producido debido a la quema de la pólvora es lo que hace que la bala salga. ¿Comprenden?”- Les dije rápido pero palabra por palabra.
En sus ojos pude ver que se habían dado cuenta que habían cometido un error y era demasiado tarde para arrepentimientos.
Poseído, como si moviera dos peones pasados, di dos pasos hacia adelante y me puse cara a cara al tipo que tenía la mano dentro de los huevos. Le pegué un empujón con mis dos alfiles que lo tiré al medio de la Gaona. Pasó un auto medio rápido y casi lo pisó. Le propiné una patada en las costillas y se retorció. Lo agarré de los pelos de la cabeza y lo arrastré hasta la vereda con mi torre para que no lo atropellen. Llegó gente. Me di vuelta buscando al motociclista y para mi fortuna el ladrón estaba inmóvil sentado en la moto mirando la escena, sin saber qué hacer. Dando saltos de caballo me acerqué y lo embestí. Lo tiré al suelo con moto y todo. Le mostré los dientes y le di una buena patada en el pecho. Eché un vistazo a la retaguardia (para ver si mi rey estaba sin problemas) y estaba todo bien, al otro tipo lo tenía rodeado el resto de mi ejército, que a estas alturas eran la base de la infalible Variante del Dragón que había desarrollado.
Aprovechando la confusión general (las 5 personas que estaban observando no sabían bien cómo era la cosa), le grité a Alfonso. “¡Hombre, traeme el morral, traeme el morral!” Vino corriendo y me lo alcanzó mientras yo levantaba la moto. Aproveché para pisarle un brazo al pibe que estaba atrapado por el peso del volante, monarca herido en plena red de mate, y cuando gritó me di cuenta que además de ser el rey blanco rendido era un niño aún, que le faltaban caminos por recorrer. Que le sirva de lección, pues. Agarré el morral, me lo colgué cruzado y salí arando con la moto hacia La Paternal. Escuché el grito de Alfonso con un “Te quiero, gordo”, palabras que percibí cargadas de alegría y sorpresa. Lo saludé levantando el brazo izquierdo, y pude ver el campo de batalla mientras me alejaba fugazmente.
Llegué a casa como un rayo atravesando la noche porteña.
Desvelado hasta el día siguiente estudié profundamente a mi eterno maestro Morphy, aunque no pude dejar de pensar en Blackburne, que una vez, durante cierta sesión de simultáneas en Cambridge, los adversarios pensaron que les sería fácil ganarle dejando una botella de whisky y un vaso a cada extremo de la mesa de juego. Pero al final del encuentro, Blackburne se había bebido la botella entera y había ganado todas las partidas en tiempo récord.
En fin, pasaron ya tres semanas de esto. Mi gran medalla de este certamen se llama “La lluvia Negra” y está estacionada en el patio de casa.
-Por Javier Maldonado