Buenos Aires, mitad del siglo XIX. El Río de la Plata es el trajín de la inmigración, poblándose y expandiéndose en relación al comercio y a la banca europea. Darle la espalda a Cisneros había resultado providencial para el comerciante exportador y para el saladerista, para el contrabandista y para el cuatrero, en cambio no había significado mucho para el campesino o para el peón del interior de la provincia. San Martín, Paz y La Madrid habían hablado de un ideal de patriotismo y de libertad, inspirados posiblemente en ideas de la revolución francesa, pero habían sido ingenuos pues la Argentina no era entonces una sociedad unida, formada ni hermanada, su independencia no nació en el corazón del pueblo sino en los cabildos, en las iglesias y en la tela del bolsillo de los ciudadanos adinerados.
El militar y estanciero Eustoquio Díaz Vélez, por ejemplo, quien además de ser un ciudadano de alto rango que luchó en las Invasiones Inglesas y en la guerra de Independencia, que fue segundo hombre del angelical Manuel Belgrano en el ejército norte y quien sostuvo la bandera que juramos todos los argentinos en el Paraná aquel 27 de febrero, era un hombre rico merced a la explotación de las tierras en el sur de la provincia de Buenos Aires, señor y patrón de solares de la Necochea de estancias de ganadería y equitación, abusando criollos en la lejana Pampa de planicies, cereales y crotos.
Su gran fortuna la heredó Eustoquio Díaz Vélez (hijo), quien lógicamente fue por casta, por educación y por dinero un distinguido hombre fino de Buenos Aires, miembro de la Sociedad Rural, amigo de Avellaneda y de Sarmiento, dos veces presidente del club El Progreso. Estaba hecho con el mismo molde espiritual de su padre, sin heridas de batallas de sangre pero con las mismas ideas confusas sobre términos como progreso, igualdad o libertad. En cualquier caso, él se casó con Josefa Cano Díaz Vélez, su sobrina, y en 1880, ya en familia literalmente, adquirieron una mansión en Barracas, a la altura 100 de la calle Montes de Oca, lugar donde ocurrió el episodio titulado “La Casa de los Leones”, que narraré a continuación.
Eustoquio era extravagante como todo rico por herencia, y razonó que esta nueva casa familiar, al estar tan alejada del centro de Buenos Aires, pues necesitaba reforzar su seguridad en el perímetro. Como tenía tanto dinero, como no confiaba en la servidumbre y como no tenía piel con los perros guardianes se le ocurrió la extraordinaria y bizarra idea de traer leones del Africa para que sean vigilantes en los jardines del gran terreno. Una idea chiflada, si, pero… ¿quién aprieta el freno del deseo de un caprichoso oligarca? Entonces, así como mudaron candelabros, vajillas, tapices, alfombras y escritorios victorianos para nutrir el interiorismo de la casa, trasladaron desde el Parque Serengueti tres leones grandes y peludos que enjaularon en el húmedo subsuelo. Eustoquio, desorientado y fascinado a la vez, sin saber a ciencia cierta cómo cuidar a estos carnívoros fuera de su hábitat natural, dio órdenes no menos dementes que la inicial: enjaularlos de día y soltarlos hambrientos al salir la luna.
Meses después, su única hija tomó compromiso con Juan Aristóbulo Pittamiglio, hijo del latifundista uruguayo Juan Domingo Pittamiglio, y empezaron los preparativos para la fiesta de casamiento cuando el excéntrico Eustoquio comenzó a invitar animosamente a todos los aristócratas de la ciudad, a todos sus socios, a todos sus amigos, sacerdotes, allegados y a todos los capataces de los campos con sus respectivos peones. Los casamientos a esos niveles, evidentemente, son más ostentaciones y reuniones de negocios que festejo de amor de dos enamorados.
Según cuenta la historia, en la fiesta había 400 personas, 150 sirvientes, tres leones enjaulados y una jaula mal cerrada. El desarrollo del evento, la música de la orquesta, la luna gigante encima de la mansión o el punto de oro del champán hicieron al noviecito tomar coraje para dar el discurso habitual de ceremonias. Mientras oraba emocionado delante de la gente, agradeciendo a todos los invitados su presencia, garantizando relaciones con las familias, enalteciendo las artes y los secretos del matrimonio, uno de los leones que se había escapado de la jaula mal cerrada saltó como un monstruo desde los matorrales y embistió al pobre Pittamiglio.
Nadie hubiera sospechado que en esa casa había leones, algunas personas de hecho ni sabían que ese animal existía, tampoco hubo siervo que haya visto algún león atravesar la oscura floresta, difícil de advertir porque los faroles de gas, aunque no eran pocos, es un juego de niños para un felino sigiloso y hambriento. La concurrencia tenía los ojos puestos en la lucha, mientras Pittamiglio era la mismísima supervivencia en carne propia, y nadie sabía qué hacer porque ¿Qué hacer si uno está en una fiesta en Barracas y mientras bebes una copa tranquilamente sale un león de los matorrales y devora al anfitrión? Don Eustoquio, con la mirada como sapo del desierto, como responsable y dueño de la casa, llevó la sangre a sus pies y subió a pasos de gigante por las escaleras para alcanzar su fusil. Desde la ventana del primer piso disparó al león que ya tenía un tercio de Pittamiglio en su estómago. Lo mató con tres tiros ardientes de pólvora explosionada, pero ya era tarde.
Una tragedia. Los alaridos de desconsuelo de la recién casada llenaban la noche en la Montes de Oca, la boca callada de los aristócratas, el canapé pisoteado en el suelo, la copa rota, la orquesta pusilánime, las estrellas transfiguradas en lejanos agujeros negros, la palidez de la muerte impresa para siempre en la cara sangrienta de quien hacía instantes había prometido una noche gigante para su mujer y para él. Lógicamente todos miraron irritados a Don Eustoquio, que no supo qué explicaciones dar porque nadie vive con leones en su casa de Buenos Aires o, si los tenemos escondidos, no organizamos una fiesta de casamiento corriendo semejante peligro. Su hija estuvo unos días vagando a lágrima rodante y una semana después dijo basta. Se suicidó.
El patriarca Don Eustoquio comenzó la ardua tarea de borrar testimonios, haciendo lo imposible para que lo ocurrido no sea la comidilla de los vecinos, pero lógicamente quedó encerrado en su propio atolladero y la fantasmagoría creció habitándole la soledad en las noches que fueron cada vez más lúgubres para él. Durante el silencioso duelo, en un rapto de bronca y cargo de consciencia, cargó su escopeta, bajó al subsuelo y mató a los dos leones que quedaban, pero fue su última locura sentimental y desfachatada la que me llevó a escribir este relato: Eustoquio ordenó elevar estatuas en los jardines de la casa… todas estatuas de leones! Y ahí no terminó su cinismo: una de las estatuas es precisamente la escena del león atacando al pobre Pittamiglio que se lo ve luchando contra las fauces del animal: la escena de muerte del Yerno que no fue, la pérdida de su hija que no volverá, el espejo de su propia tragedia.
Si cuando caminamos por el sur vemos fábricas, oímos tangos y cruzamos viejas esquinas afaroladas es porque estamos absorbiendo el ambiente cultural que han ido dejando el humo de los bares, el baile de los salones, las charlas de los clubes y el champán derramado de los ricos en las fiestas de antaño. Esa mansión afrancesada que aún se deja ver erguida y blanca al 100 de la calle Montes de Oca quedará detenida para siempre y marcada a fuego por esta tragedia. Funciona hoy, ahí mismo, la Asociación Vitra (Fundación para Vivienda y Trabajo para el Lisiado Grave), y tú puedes pasar caminando por la vereda o, con previo aviso a la autoridad, puedes entrar a la casa y ver completa la escena que hoy he relatado, incluidas las estatuas. Si tienes buena suerte quizás puedas ver, como vi yo, restos de jaulas, puertas y oscuros pasadizos que conducían al subsuelo donde Eustoquio enjaulaba los leones.
-Por Javier Maldonado