Emerson tenía alrededor de 70 años. Casado con mi tía Jacinta, segunda hermana por parte de mi familia materna, que yo no conocí en profundidad pero parecía igual o más buena que mamá.
Mi tío Emerson quedó viudo a los 55 años, y después de un tiempo de luto empezó a mostrarse con señoritas desde 20 a 30 años menores que él. Si bien la mujer de su vida había sido mi tía Jacinta, Emerson era hombre de devaneos, perfumado, afeitado al ras, actual y para nada estulto, por lo que se agenciaba viajes all inclusive para dos al norte de Brasil, al Uruguay, a ese Caribe cubano rebosante de vitamina D, y también (por qué no decirlo) en algún concierto mío estaba el rústico pero galante Emerson con una señorita a su lado, siempre saboreando las noches, el Baileys Irish Cream, el mosto, la cerveza, cada bella partenaire.
La vida privada de Emerson, Silenas de Alcibíades o un manojo de verdades detrás del portón. Cuando conversabas con él hablabas de tu vida, de tus inquietudes, amores y proyectos, nunca una palabra sobre él. Las hijas de Emerson, unas primas mías dudosamente educadas que vivían una en Granadero Baigorria y la otra en Colegiales, con seguridad las dos muy guapas pero bastante rayaditas. Prefiero no detenerme en este tema porque en el fondo pienso que son dos bocas para echarle de comer aparte. Las finanzas de Emerson, digamos que todos los médicos de pueblo de su generación han vivido muy bien porque han sido respetados en exceso, es decir, en mi opinión los médicos deberían ser sirvientes y curadores espirituales de una sociedad, no hombres de negocios deslizándose entre prepagas y relojes de oro, coches importados, casas de tres plantas y piscinas. Pero, en cualquier caso, eso es problema del país, de la cultura o de la gente y yo doy fe que él amaba la vida y su profesión. Emerson era un hombre honrado, listo, social, vocacional en todo sentido, la gente lo quería y yo también lo quería. Había que verlo los viernes en la noche bailando tango en “La Pulpería Perdida”, había que verlo dando partido al billar en las tardes de boliche de la calle Mitre, había que verlo tomando el sol en su chacra de Dennehy, o en su juventud (esto me lo contaron) vistiéndose y ayudando a profesionales en La Plata, la ciudad de los estudiantes que salen avispados. Emerson lógicamente tenía muchas a favor y su vida había sido una pasada.
Pero el caso es que hace una semana fui a visitarlo al Hospital Fernández porque andaba en una complicada, no sabía yo si era cáncer en la lengua o tumor, pero mamá sí tenía claro que no podía beber ni comer de tanto que le dolía la garganta. Estaba tan jodido como callado me dijo mamá. Entonces tomé un Chaval de mi biblioteca y se lo llevé de regalo, que tiene un humor inglés magnífico y por ahí entre los dos levantábamos el ánimo, pero no quiso ni abrir los ojos para estudiarlo cuando vio la portada. Estaba bastante mal, peor de lo que había imaginado yo, no podía respirar casi. Era muy extraño visitarlo y que no sea el Emerson seguro de si mismo, erguido, divertido y elegante. Cuando me incorporé para salir de este cuarto, ya después de la breve y silenciosa visita, poniéndome la bufanda y la campera después, abrochándome los botones lentamente, fue cuando Emerson empezó a dar señales moviendo la cabeza y entonces habló por primera vez:
-Javier, pendejo…
Su voz era la misma pero más grave, estaba haciendo un gran esfuerzo para comunicarse, y acto seguido su lengua de sangre vasca lanzó al aire una frase estupenda, lapidaria, para inmortalizarla en cualquier epitafio:
-El tumor en la lengua me lo dio el cabaret.
Me acerqué un poco mas, pegándome a la cama, supe que quería comunicarme algo y era el momento. Me agarró del brazo y dijo:
-Toda mi vida he sido putañero, Javier, si, putañero. Y ahora, como el pito hace tres años no me funciona, he andao por todos los bulos que pude metiendo lengua -Hizo una pausa para tomar aire-. A mi siempre me gustó que las mujeres gocen, que conmigo se sientan vivas y hermosas en la cama. Pero ya ves, evidentemente alguna vulva andaba con el bicho y me da dejado esta sorpresa en la boca.
Fueron sus últimas palabras. Murió tres días después, que cayó en lunes, negando su cuerpo terminantemente a aceptar alimento. El ocaso de este gran hombre, la dulce muerte vestida de oropel, de pedrería y de púrpura que lo ha cargado y que nos ha de cargar a todos en sus brazos, las piernas quietas, la papada temblando, los órganos agrios, los ojos cansados, el espejo, el cayado y el zurrón ante la ruta infinita, el cuerpo manido que dice “Basta para mi, a partir de ahora tú viajarás en otro cuero”.